domingo, 11 de septiembre de 2011

INTRODUCCIÓN

¿Ves algo? Mirando él dijo: veo hombres algo así COMO ÁRBOLES QUE ANDAN

(Evangelio de S. Marcos, 8, 24)


INTRODUCCIÓN

Han pasado veinte años desde que Como árboles que andan viera la luz en la Revista Cuadernos de Realidades Sociales, repartidos entre los números 22 y 23/24 de 1984. Y por lo menos otros diez más desde el momento de su escritu­ra. Nada ha variado, sin embargo, en el valor y la considera­ción de este libro, de entre los primeros que escribió su autor. Ha variado, eso sí, el currículo como poeta de Emilio Rodríguez: Pregunto por el silencio (1977), Marea de bolsillo (1983), El canto general de la distancia (1989), Horas menores (1989), Jardines recortables (1994), Parquelagos (1994), Cantata de Galmaz (1995), Un horizonte escrito (1995), De espaldas a la luna (1999) y Absorta luz (2002). Todos estos poemarios confirman al poeta como una de las voces más sóli­das de la poesía española del momento. Sin embargo, mucho de lo que es su poesía actual está ya en germen en Como árbo­les que andan: su ritmo, tan peculiar en la ruptura del ende­casílabo, en el heptasílabo, en la alternancia de versos largos y cortos..., hasta las casi pretendidas asonancias están ahí. Y, por supuesto, todo el mundo de la niñez, las nieblas asturia­nas que aún no le han abandonado, sus nostalgias y sus tan­tos años, dado el consciente tono narrativo que en él emplea.

Como árboles que andan es el libro de la mina, el libro de un mundo que Emilio Rodríguez conoció -si no en la propia entraña- muy de cerca. O acaso sólo sea el libro de una comu­nión de paisanaje, arrancado de un recuerdo atávico, porque como el poeta dice en el poema que cierra el libro, ¿acaso clave de todo él?:

y hay palabras

que nunca fueron nuestras,

que jamás

habíamos pensado tocar

con nuestros labios


Y añade:

A veces nos sobran los caminos,

nos sobra soledad

para sentamos

en un verde que no existe

y que tocamos.


Pero, como diría otro poeta, Leopoldo Panero, -Todo es verdad porque alguien lo ha soñado», y el sueño, el recuerdo de Emilio Rodríguez ha creado un mundo poético y cierto en el que asistimos a la presencia viva de los hombres y de las cosas que lo habitan.


El libro está estructurado en dos partes, que el poeta titu­la Figuras de cerca y Las cosas que nos sangran, respectiva­mente. La primera es marcadamente narrativa, y en ella, con un lenguaje directo pero emocionado, el poeta nos presenta al padre, a la madre, sostén moral del hombre minero, al capa­taz, al picador. .. Hombres y mujeres de carne y hueso, hechos de carbón desde la infancia (El niño), desde la infancia trenzados al miedo de una muerte bajo tierra, y a un cansancio habitado de alegría:

Volvía con la fatiga

doblada sobre el hombro

como un cántico.

Solamente el miedo y la canción

le estaban permitido.

(El picador)


Estos hombres y estas mujeres están tan identificados con el subsuelo en la mente del poeta, tan raíces y mineral, que su existencia sólo es posible en la pertenencia -a las raíces / a los cauces subterráneos / donde el viento / no tiene nunca entra­da- (Aquí el hombre)

La segunda parte es más lírica, pero no menos dramática. El miedo sigue siendo un ingrediente fundamental en los poe­mas: el miedo a la tragedia en la mina, el miedo a


Morir lejos del cielo

y de la luz,

morir buscando el centro

del espanto,

como una semilla

de otras muertes

(La tragedia),

o el miedo dulce de las tradiciones asturianas, siempre ace­chando en las noches del poeta


La noche estaba azul. La noche

en que los muertos

venían a respirar

bajo los árboles

(Noche sobre el pueblo)


Y junto a estos sentimientos, todas las incidencias de una existencia rural: el nacimiento, la boda, el funeral, la casa, la cruz de los caminos, el monte (-El monte no sabía / que por sus venas / caminaban los hombres / a mordiscos- El monte), o la dolorida escuela, dominio de los sueños, donde los niños imaginarán geografías fantásticas y blancas bahías lejanas que nunca verán, amenazados siempre con dejar ese lugar maravi­lloso, pues

En la escuela se aprenden

muchos sueños

y el carbón, desde mañana,

está esperando.

(La escuela)

En "Las cosas que nos sangran» el poeta ha sabido percibir la estrecha relación que existe entre el mundo subterráneo y el de la superficie. Y ha sabido encontrar el símbolo poético más adecuado para expresarlo: el del vegetal que participa de ambos mundos, sea el rosal ("El rosal no sabe nada, / pero la tierra le envía siempre / un negro corazón / por las raíces» Los rosales), el árbol, o el trigo, metamorfosis milagrosa del trabajo "Cuando el negro sudor / de nuestras almas / se hace trigo») para un pue­blo donde "El pan nos sabe a hierro / y a cansancio» El pan).

En esta doble coordenada -la del dolor y la muerte, y la de una relación casi umbilical del minero con la entraña del suelo ­discurren todos los poemas de "Las cosas que nos sangran». La hondura vivencial y solidaria que conllevan no le pasará des­apercibida a ningún lector, como tampoco puede pasar des­apercibido el hecho de que esta poesía de Emilio Rodríguez es una poesía que puede llamarse social, pero en la línea de la mejor poesía social de nuestras letras. Esto es, la que incorpora una depurada factura formal, una belleza imaginativa realmente con valor estético, a un contenido de urgencia inexcusable. Y esta conjunción - todos los sabemos - no es nada fácil.

Como árboles que andan, un libro, pues, humano donde los haya, hondo donde los haya, y, sobre todo para aquellos que han convivido todo lo que reviven estos poemas, asturiano donde los haya. Tras la lectura atenta de Como árboles que andan, no volveremos a Asturias sin recordar que tras la bruma "Hay rostros parecidos / a los montes / y manos sometidas».

Y, gracias a Emilio Rodríguez, habremos comprendido mejor una tierra que, más allá de los montes, está lejos de la nuestra.

Mª DE LAS MERCEDES MARCOS SÁNCHEZ

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